23 jun 2014

Ocaso



La pareja caminaba con paso lento, disfrutando de los rayos del sol que se resistían al atardecer. El cielo sonrosado contrastaba con el gris azulado de las montañas que se veían en la lejanía. Los únicos que acompañaban a los dos ancianos en su paseo, eran las aves que trinaban desde su escondite en las ramas de los árboles.
Ella amaba la naturaleza del valle, y en su pequeña casita cultivaba hortalizas, poniendo todo el esmero en que crezcan sanas. El amor que un día volcó en sus hijos, ahora lo recibían los tomates, zanahorias y el enorme rosal que tenía en el patio. El jardín era su orgullo, un lugar de paz después de una larga vida llena de altibajos y donde quería pasar sus últimos años.
Levantando polvo del camino con sus pasos arrastrados, recorrieron las inmediaciones del pueblo. Saludaron a los vecinos con un movimiento de cabeza, y ella les dedicó una sonrisa especial a los niños que jugaban en el columpio. En las risas de los pequeños recordó a sus propios hijos, ya grandes, y sin tiempo para visitarla. Tragados por la vertiginosa vida de la ciudad.
El sol se despidió dejando paso a las primeras estrellas, que brillaron en un cielo cada vez más oscuro. Los grillos se hicieron oír y las luciérnagas aparecieron sobre sus cabezas, parpadeando con luz verdosa.
El fin del paseo llegó pronto. Cada vez que ocurría, una sombra de tristeza nublaba su rostro, porque significaba un día menos en esa cuenta regresiva de desenlace obvio.
Una mañana corriente, mientras ella mira las fotos que guardaba con celo y nostalgia, la vida de él se apagaba despacio, acostado en la cama. Le dedicó una última mirada de ojos tristes a su esposa, pidiéndole perdón por todo lo que no le había dado, por todos los errores que cometió contra aquella mujer tan fuerte que lo acompañó siempre.
Ella no pudo evitar que una lágrima solitaria se escapara rodando por su mejilla. Le sonrió haciéndole saber que todo está bien, que las cosas buenas son más fuertes que las malas.
La fuerza de él, se agota a medida que transita el final de ese camino, que tiene como meta ineludible, la muerte. Ella lo acompaña en silencio, esperando con tristeza. No es necesario hablar, todo está perdonado y el resplandor de los recuerdos está más vivo que nunca.
En ese pueblito, donde todos los días son iguales, tanto, que se pierde la noción del tiempo y la rutina se cumple con acostumbramiento, presagiando pocos cambios, él muere.
Ella lo sobrevive y nunca olvida llevarle una flor a su difunto compañero, que sabe, la estará esperando para recibirla al final de su recorrido.


2 comentarios:

  1. Me encantó, espero que subas otro algún día. :)

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    1. Muchisimas gracias por leer y por tomarte tu tiempo y comentar... la verdad aprecio mucho esto.
      Voy a ir subiendo otras, cosas.
      Besos :)

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